Como arquitecto a veces resulta frustrante observar cómo muchos desarrolladores dan nula relevancia a aspectos como la estética, originalidad, o el diseño de los edificios que conforman sus proyectos inmobiliarios. Parecería a primera instancia natural, ya que la prioridad número uno de los desarrolladores inmobiliarios es la rentabilidad de su proyecto, porque al final de cuentas de eso depende el éxito y futuro de su negocio.  

Estamos acostumbrados a observar los repetidos y poco emocionantes bloques de edificios que conforman el paisaje de las ciudades, sin importar el segmento de la población a los que se dirijan, en los que abundan las plantas tipo de un producto diseñado para un usuario sin rostro ni personalidad, donde los únicos criterios que reinan es la cantidad de metros cuadrados, la distribución, y en algunos casos los acabados o amenidades. Este modelo de negocios ha subsistido desde que existe el concepto de desarrollo inmobiliario, y en muchos casos ha sido rentable. Sin embargo, los mercados están evolucionando, los usuarios y consumidores son cada vez más críticos, y el sector también es cada vez más competido. En este contexto dinámico la diferenciación del producto comienza a ser clave para el éxito comercial de los proyectos, y como resultado, su rentabilidad.